¿Cuál es la diferencia entre la disciplina y la obsesión?
Unos meses atrás, estaba caminando con una amiga de Málaga. Habíamos quedado en vernos en una pizzería del Paseo Marítimo; una de esas salidas, prácticamente, mensuales, en las que nos poníamos al día. Ella tenía muchas cosas que comentar y yo tantas otras, debido a mi reciente regreso de Lima.
Durante nuestra cena, conversamos sobre distintos temas. En un momento, hablamos un poco sobre mi libro. Ella justo lo había terminado de leer hace unos días y quería compartirme su opinión. En general, nunca sé qué decir cuando alguien halaga algún trabajo mío. Y en todo el tiempo desde su publicación, tampoco he sabido qué responder cuando alguien ha dicho algo bueno sobre Alejandra. No me queda claro aún si se debe a mi humildad (ya sea honesta o pretendida) o si acaso tiene que ver con el hecho de que no me siento del todo satisfecha con el resultado y, por tanto, no entiendo cómo una persona puede creer que está bien escrito, que es una buena historia o siquiera que tiene un mensaje. E incluso de ser así, me entra la filosófica y me cuestiono qué es lo que entendemos por “bueno”.
En mi libro, uno de los capítulos aborda el tema de la dismorfia y los trastornos alimenticios, sobre todo, en la adolescencia. Le decía, entonces, entre sorbos de tinto de verano y la brisita costera que le da a Málaga ese magnetismo por el que todos se quieren quedar, que no he vuelto a tener una disciplina como la que tenía a mis catorce o quince años. A esa edad, me levantaba a las 4:30 a.m. para hacer ejercicio en la sala de mi casa; luego, hacía otra rutina al regresar del colegio y, por último, 500 abdominales antes de dormir.
Para mí, que en los últimos años me ha costado —y me sigue costando—encontrar un equilibrio saludable, esa fuerza de voluntad era algo que extrañaba. Sin embargo, si me pongo una mano en el corazón y juro en nombre de la honestidad, tendría que decir que mucho tenía que ver con el hecho de que por aquella época yo también estaba cruzando un trastorno alimenticio, el cual me tenía obsesionada con mi peso.
— ¿Pero era disciplina o era obsesión? —me preguntó mi amiga.
No supe qué contestar. Tenía una idea más o menos clara de la diferencia entre ambas, pero en ningún momento me había cuestionado si es que acaso lo que yo extrañaba era solo eso: estar obsesionada.
— Mira, nunca lo he pensado así—confesé, bajando la mano con la que estaba sosteniendo mi tajada de pizza.
— Venga, tú eres escritora, dime la diferencia.
Vale. Me detuve a pensar. Sí, claro, hay una diferencia notoria. Incluso en su sonido: disciplina suena a orden y constancia, suena a medicina, también a militares, pero en general a algo positivo. Obsesión a todo lo contrario. Bien pues, ¿qué le iba a decir? No podía hacerme la tercia y decirle que no tenía ni puta idea (porque algo sí que tenía), solo que en ese momento mi mente estaba en blanco. Habrá sido el cansancio o quién sabe qué, lo único que sé es que en ese instante no pude encontrar las palabras para explicar lo que me daba vueltas en la cabeza. Sentía la respuesta como un aroma que no podía descifrar.
— Bueno—me aventuré—, para mí la disciplina es algo que se trabaja y es positivo. La obsesión…no—. Me quedé unos segundos en silencio, tratando de ordernarme. Nada. Ella me miraba fijamente, esperando a que dijera algo más. Expectante. No había ni presión ni burla ni alguna clase de superioridad en ella. Era una curiosidad genuina—. No lo sé. Sé que hay algo, pero ahora mismo no pienso. ¿Cuál es la diferencia para ti?
— La obsesión no tiene objetivo—¡Ahí está!—. Es pasional. Impulsiva. Es el miedo. Tú tenías esa rutina no por disciplinada, sino porque tenías miedo a engordar y ese miedo generó una obsesión. Obsesión para evitar ser gorda.
Solo asentí. Tenía razón. Qué otra cosa iba a hacer.
— La disciplina tiene un objetivo—continuó ella—. Se trabaja por un motivo, se busca llegar a ello.
—¿Pero evitar ser gorda no sería un objetivo?
— Vale, sí. ¿Pero cuál era tu motivo? Diferente sería querer tener una vida más saludable; eso es una decisión racional. ¿Saltarte las comidas es disciplina o es obsesión?
— Para mí, obsesión.
— La disciplina es hacer algo porque has decidido no hacer nada más. La obsesión es hacerlo porque no puedes hacer otra cosa. ¿Me entiendes?
Entendí.
Continuamos hablando de lo mismo, de nuestros cuerpos y nuestra autopercepción hoy en día. Pero fuera de todo aquello, desde entonces he tratado de encontrar la diferencia en cada una de mis “obsesiones”. ¿Realmente compré tantos libros que no iba a leer porque me formé un hábito de lectura? ¿Me formé un hábito de lectura porque me compré muchos libros que no iba a leer? ¿La obsesión le precedió a mi disciplina? ¿Es eso posible y si sí, acaso seguiría la obsesión siendo mala?
A veces, me encuentro pensando en que ojalá y pudiera obsesionarme con bajar de peso otra vez, por ejemplo. ¡Como cuando tenía catorce años! Otra vez, la misma jarana. Luego, recuerdo todo el maltrato que me autoinfligí. Las malas palabras, las miradas de aborrecimiento. Esa insípida sensación de sentirme atrapada en mi piel, de que no valdría la pena por ser gorda. Y, honestamente, tampoco quiero pensar en eso ahora, porque cuando lo hice pesaba 50 kilos y hoy con 14 kilos de más encima pienso en lo que mi yo de ese momento pensaría de mí. Para no irnos tan lejos, la del 2019. Vería en mí a una ballena, se burlaría por mi inconstancia en el gimnasio o en mi hipocresía por comerme una salchipapa sola en cualquier día de la semana. En cambio, si bien sí me siento subidita de peso, no me siento incómoda ni que rebalso ni que me sobra. ¡E incluso si ese fuera el caso!
Cuando tenía catorce o quince años también escribía todos los días e incluso avanzaba más de una historia a la vez. Eso, creo yo, era disciplina. O podría ser obsesión, ya que estamos, porque los cumplidos de las personas que me leían de cierto modo me hacían sentir mejor. Y los aplausos, las palmaditas con palabritas de aliento me gustan desde niña, a eso me acostumbraron en mi familia.
Sé que tiendo a obsesionarme con las cosas. Solo con las cosas. Nunca con las personas. Sé que si compro algo y me gusta y lo repito dos veces más, lo haré un sinfín de ocasiones hasta que me hostigue y decida que fue suficiente.
Me obsesioné con los Sparkies, me obsesioné con los Cuates picantes, me obsesioné con la mantequilla de maní, con la salsa de tomate y los hot-dogs. Me obsesioné con comprar libros, me obsesioné con descargar la discografía completa de cada artista en mi iTunes, así solo me guste una canción. Me obsesioné con bajar de peso, con tener pantalones de cada color, me obsesioné con tomar fotos en blanco y negro, me obsesioné con comerme las uñas, con ser la mejor en mi clase y acabar primera los exámenes de cada curso. Me obsesioné con tantas cosas que cuando algunas de ellas no resultaron, las boté sin pena ni clemencia. Como si me hubiesen traicionado. Como si acaso mi obsesión hubiese supuesto un éxito seguro y falló.
La obsesión, creo yo, también es desorden y falta de estrategia.
Me obsesioné con tocar el piano a mis quince para mi examen de la universidad y cuando no me aceptaron, dejé de hacerlo por tiempo indeterminado.
Pero me recupero de mi obsesión. Regreso a mí, como si fuese una niña a la que le salió mal la travesura y ahora toca consolarle. Trato de ser amable conmigo. Trato de no obsesionarme, de conocer mis límites.
Intento ser disciplinada.
Pero qué difícil, ¿no?
Creo que ese puede ser un buen propósito de Año Nuevo. Ser disciplinada y ya. Al menos, en una cosa sola cosa. El gimnasio o mi rutina de escritura. El dar una vuelta por las mañanas o botar la basura todos los días. En algún momento sin darme cuenta, se me hizo hábito tender mi cama cada mañana. Es posible. Se logra. Debería saberlo. El proceso de la vida, de las cosas. El cómo se configura una nueva rutina. Es sencillo, una misma clave que le ha funcionado a millones de personas. Digo, incluso tengo la frase tatuada: Gradualmente; luego, de repente.
Nunca habría pensado que mis ralladas, mi overthinking, te inspirasen un blog 🥰😘